NOCHE DE LUCES EN CAÑAVERALEJO
(Publicado por la revista Al Ruedo)
JORGE ARTURO DÍAZ REYES
Veintinueve de diciembre, noche tibia y sin viento. A cambio de
sol, media luna en lo alto de un tachonado cielo azul turquí. En el aire, los
golpes del pasodoble "Monumental de Cali". En el ruedo luminoso, tras
una linda y joven amazona, tres espadas: un sobreviviente de larga carrera, un maestro en la cima de la torería y, sin
montera, una incógnita, un debutante de
abolengo; vestidos corinto, blanco y rosa, todos en oro que centellea bajo los
reflectores. En el tendido, mucho público nuevo, feriador y entusiasta. En los
toriles, impacientes, seis bravos con divisa azul-dorada. ¿Para qué más?
Esta corrida, que resultó exclusiva,
quedará para siempre en el recuerdo de los privilegiados asistentes, quienes,
como en los tiempos viejos, fueron los únicos testigos de lo que allí sucedió,
pues no hubo transmisión de radio ni de televisión.
Partió plaza Violetero,
negro, hermoso, bravío, aplaudido en el arrastre de sus 492 kilos, aunque indescifrado
por la brega cautelosa de Ortega Cano quien desde su reaparición, el día
anterior, parecía no poder olvidar la cornada atroz con que, un año antes, se
había despedido de Colombia y casi de la vida.
El segundo, Navideño, colorado, musculoso, el
mas corpulento y de mayor trapío en el encierro, lanzó sus 512 kilos
tras el adelantado capote de César Rincón, quien, a la verónica, cruzado y cargando
mucho la suerte, se lo llevó de tablas a medios, como advirtiendo que lo
que pasaría de allí en adelante sería importante. Y lo fue. Dura pelea con el
caballo, banderillas arriba y faena faena para toro toro, de esas que hicieron gritar
a Madrid, como para diferenciarlo del resto: ¡Rincón el torero de la verdad!
Cali, que lo descubrió primero, lo reconfirma una vez más. Estocada, dos
orejas, aplausos al toro. La fiesta comenzaba.
Vicente Barrera, nieto de Vicente
Barrera, recibe los 500 kilos de Festivo a pies juntos pero
firmes, quietud vertical sorprendente, no abre el compás pero tampoco enmienda,
no carga la suerte pero tampoco cede. La plaza ruge. No sobra un movimiento ni un gesto, donde se siembra ejecuta y
finaliza tandas por una y otra mano. Valor seco, inmóvil, pétreo, en los
desplantes deja, impávido, que las puntas le raspen los bordados. Estocada, dos
orejas, Cañaveralejo acoge al nuevo. Arrastre lento al toro. La fiesta remonta.
El cuarto, Amoroso, no
merecía otro nombre. Negro, 484 Kilos de brava nobleza, fijo, codicioso,
alegre, galopa franco y sin desmayo tras capotes, caballos, banderilleros,
muleta, todo cuanto lo desafíe. Ortega, cuando ya nadie creía, como tantas
veces, vuelve del fracaso al triunfo. Con ese ritmo y ese temple tan suyos,
borda una filigrana de pases injustamente desapegados, pero plenos del
esteticismo retórico que tiene el toreo de salón. La plaza, que lo quiso tanto
y del anonimato lo proyectó a la fama, se le vuelve a entregar. Y, al gran
toro, el indulto.
No hay quinto malo, se dice desde
"Guerrita", y esta noche mucho menos. Saltan los negros 474 Kilos de Centella,
astifino, cornidelantero, Rincón, despatarrado, le cita de frente, echa la
pierna al pitón contrario, la capa por delante, lo embarca, lo descarrila, torea ceñido, torea
p'dentro, es verdad, es la única verdad, y también liga tandas
inmóvil, a pies juntos, como enseñando que este toreo efectista y bonito, tampoco le guarda secretos. Serio, hace parar la
música, quiere oficiar en silencio, con la izquierda. La muleta y el morro barren la arena, toro, torero y público
entregados. Solo se oyen los oles como un rezo. Iguala y a pecho descubierto
deja, en la cruz, la espada hasta los gavilanes. Dos orejas, arrastre lento.
Apoteosis.
Cierra el debutante, que ya no es
incógnita, sale a por todas y se planta estatuario frente a los 460 kilos del
castaño Oficial, el de menos peso, pero, como sus hermanos, bien
armado. Más quietud, más sobriedad, más aguantar, más templar, más mandar, más
ligar, más no cargar, más verticalidad, mas seriedad, más ir y venir del toro,
más música, más bota, más oles, más delirio.
Solo una inexplicable indecisión
con el estoque le impide desorejar también al último de los guachiconos que esta inolvidable noche le dieron brillo a su hierro, a la noce y a la feria.
Ovaciones para toro y torero, quien, con sus alternantes y el ganadero, todos a
hombros, circundan el ruedo entre el clamor de la multitud y lo abandonan por
la puerta del Señor de los Cristales.
Horas después, ya de madrugada, como
en aquellas históricas tardes de los "ernestos" el 30 de diciembre de
1963 o de los "Piedrasnegras" el 1º de enero del 72, en los
alrededores de la plaza, los borrachitos felices seguían toreando carros. Y los
que no asistieron preguntando ansiosos: ¿pero que fue lo que pasó?
Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali, 29/XII/95
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