33 AÑOS ENTRE LA FIESTA Y LA TRAGEDIA
(Artículo publicado el día del funeral de Pepe Cáceres por El
Espectador de Bogotá)
JORGE ARTURO DÍAZ REYES
Cuando bajé del avión mis temores sobre el clima se disiparon. La
tarde, nublada pero sin lluvia ni frío, incluso, dejaba ver el sol a ratos.
Faltando una hora para el comienzo de la corrida llegamos a los
alrededores de la plaza y volví a caer en cuenta de que la modernización urbanística
no ha podido desterrar la sordidez que siempre tuvo la frontera entre el centro
y los míseros barrios orientales. Esa sordidez que sedujo al difunto
Gonzaloarango quien, por allá por los años 60, anidó en ella con gran
complacencia, porque, según él mismo, desde su ventana de piso alto podía ver
como se mataban día y noche los ladrones del proletariado con los ladrones de
la burguesía.
Por las calles empinadas y atestadas de fritangas, vendedores,
revendedores y público ataviado estrafalariamente, no es posible caminar con
libertad. Olor a humo, a morcillas, a maíz asado, a manzanilla barata; gran
algarabía, colas en las taquillas y despliegue militar.
La plaza de toros y la iglesita de San Diego, perdidas entre avenidas
y edificios, parecen tan fuera de sitio y anacrónicas como dos viejas
provincianas recién desembarcadas en la enorme ciudad.
Titi había comprado las boletas tres días antes. Con lentitud pero sin
problemas logramos acomodarnos en la barrera de sol. La basura que se veía en
los tendidos y en el ruedo demostraba que habían sido arreglados a las
carreras. Nuestros puestos quedaron entre dos porras, integradas por hombres y
mujeres uniformados, casi todos mayores de cuarenta, que se trataban con la
camaradería de los viejos amigos, intercambiando tragos de sus botas y
dispensando al desuniformado vecindario toda la displicencia que pueden merecer
los legos de los eruditos. Sus opiniones cruzadas en voz alta y a distancia no
debían dejar duda sobre los mucho que se diferenciaban del vulgo, por su
conocimiento, gusto exigente y ortodoxia.
Mientras la banda, de pocos músicos, tosía pasodobles, el graderío se
fue poblando, y a las 3:30, como forzada por la silbatina, se abrió la puerta
de cuadrillas.
TARDE CON PEPE
Pepe Cáceres, el viejo torero colombiano, salió a la arena vestido de
rosa y plata. Esa tarde conmemoraba su alternativa, otorgada 30 años atrás en
la Real Maestranza de Sevilla por Antonio Bienvenida, quien, así, lo emparentó
con una dinastía legendaria; una sucesión de ceremonias que se remonta más de
doscientos años, en la cual figuran entre otros: Pedro Romero, Cúchares y Frascuelo. Tenía el ceño adusto. Lo
saludaron algunos aplausos que respondió con un leve movimiento de la mano
libre. Después apareció su joven alternante, Jairo Antonio, también con
recamados de plata. Tras ellos, el rejoneador y las cuadrillas.
Al llegar el cortejo frente al palco de la presidencia, ésta, ordenó
un minuto de silencio en homenaje a Raúl Echavarría Barrientos, aficionado y
periodista, muerto por sicarios 4 días antes en Cali. Finalizado el toque
fúnebre del clarín alguien gritó desde las filas altas de sol: !Viva la paz, no
más asesinatos! La banda contraatacó, y el público hizo coro.
El primer toro, pequeño y despuntado, que embestía con desgano
pacifista, fue para el rejoneador. Un hombre cabezón de piernas cortas, casado
con una reina de belleza. Las cosas que hizo las hizo con acierto sobre
hermosos caballos. El toro rodó al primer rejón de muerte y el presidente, acolitado
por el público, premió con una oreja la exhibición del jinete.
El segundo, cárdeno, corpulento, hizo una salida de bravo, astillando
las tablas de los burladeros. Cáceres estuvo desconfiado, dando un paso atrás
en cada lance, y aunque intento sus
vistosas “cacerinas”, estas le salieron embarulladas. Su faena con la
muleta fue igualmente angustiosa. Se tiró a matar en dos ocasiones; en la
primera colocó un pinchazo hondo y en la segunda una estocada completa que fue
suficiente. El público de la Santa Maria, casi siempre hostil a él, en esta
ocasión tal vez considerando que la corrida era en su honor o que además
oficiaba como ganadero, y el toro había sido bravo, acompañó su regreso al
callejón con aplausos, pero Pepe caminó mirando la arena.
OTRO EN EL RUEDO
Jairo Antonio, de quien no puedo olvidar su debut en Cañaveralejo, una
tarde de aguacero, cuando toreó tan bien que fue contratado para temporadas
siguientes, a pesar de no haber podido matar ninguno de sus toros, los cuales
fueron sacados vivos del ruedo en medio de una batahola infamante; un torero
abúlico, de pocas corridas al año, que deja diluir en la monotonía, el recuerdo
de sus esporádicos éxitos; recibió al tercero, negro, de 548 kilos, que también
hizo salida fiera, con tandas de verónicas, bajando las manos, avanzando tras
cada una de ellas y rematando con una revolera. Llevó el toro a las varas
dándole suaves chicuelinas que contrastaron con el aparatoso
derribo de caballos y picadores.
Después de un tercio de banderillas tedioso, cuando el público perdía
concentración, brindó la muerte del animal a Cáceres y se dirigió al centro del
ruedo enrollando completamente con la mano izquierda la tela de la muleta en el
palillo, mientras caminaba. En la derecha llevaba la espada desnuda. Llegó al
punto central de la plaza y se colocó mirando al toro que se hallaba pegado a
la barrera. Solos en el ruedo quedaron separados por veinte metros de arena, en
silencio.
De pronto, el hombre manteniendo los pies juntos, abrió los brazos en
cruz, echó el tronco hacia atrás y gritó !Jee toro! citando a cuerpo limpio. El
animal estremeció la cabeza sorprendido, y aceptó el desafío disparándose con
furia hacia el blanco que se le ofrecía; ya sobre él, inclinó la cabeza para
dar la cornada. El torero que lo esperaba inmóvil, dejo caer la mano izquierda,
desplegó el trapo rojo y cambió la trayectoria del toro con un pase natural. La
ovación retumbó.
VIGENCIA DEL TOREO
Afectado por la escena recordé, mientras los porristas aplaudían de
pie, la descripción de una suerte similar, ejecutada con frecuencia por el
torero retirado Miguel Baez "Litri", que la afición llamaba "El
litrazo" y al cual no concedían gran mérito los ortodoxos pues lo
consideraban recurso tremendista, emparentado con el truco bufo de Don
Tancredo.
La ubicación que tenía respecto a toro y torero me permitió ver de qué
manera el recorrido del animal, rectilíneo como el de un proyectil hacia el
cuerpo del hombre, cambió en el último instante al abrirse la muleta
siguiéndola con una suave curva que hurtó la colisión. La quietud impávida del
cuerpo, alterada solo por el movimiento lento del brazo, la expresión ausente
del rostro, la violencia dominada del toro, la facilidad aparente de la
ejecución, lo inesperado, el pasado del torero y el rugido espontáneo de la
multitud, me hacen pensar, ahora lejos del entusiasmo, que en gestos como éste
concurren gran número de circunstancias, las cuales los aficionados no
discriminan, pero intuyen, respondiendo de un modo automático: la ovación; cópula
entre la creación estética y la fruición colectiva, clave quizá de la secular
vigencia del toreo.
Un significado que si bien no ha sido desentrañado por los
tratadistas, sí los ha sido por los artistas que han creado con él todo un mundo
de poesía, música, danza, pintura, escultura, teatro, fotografía, cine,
literatura.
Esa dificultad de los intelectuales y esa facilidad de los artistas,
para profundizar en el toreo, quizás tengan relación con el comportamiento de
toreros y aficionados en la plaza quienes lo hacen y lo disfrutan sin pretender
explicárselo. Quizá se debe a que la creación y la fruición estéticas calan más
allá del entendimiento. Quizá puedan disculparse con la insinuación de Renoir:
"Si una pintura necesitase explicación dejaría de ser una pintura".
Quizá ilustren por qué el arte se puede censurar pero no refutar.
SITUACION PARADÓJICA
El toro no cesó de acometer, y Jairo Antonio lidió, estoqueó, y dio
dos vueltas triunfales al ruedo, en medio del regocijo, sin perder el aplomo inicial.
Cáceres, de nuevo estuvo mal en su siguiente turno y muchos del
público chillaron haciéndole saber que su tolerancia había terminado y que ni
la conmemoración, ni las ventitantas cornadas, cosidas en su piel, ni toda la
sangre que había regado en los ruedos del mundo lo ponían a salvo de su
compromiso con ellos esa tarde. Jairo Antonio, con una faena mas arrojada que otra
cosa, aplacó los tendidos recibiendo más trofeos.
A esas alturas de la corrida, faltando sólo un toro para cada uno, la
situación era paradójica. El cabeza de cartel, que ese día celebraba 33 años
como torero y 30 como matador de toros, había tenido una actuación deslucida y
llena de indecisiones, mientras su complemento era quien había justificado la
presencia de los espectadores. Estos, por su lado, habiendo trasladado a los
estómagos ya casi todo el contenido de las botas, y tal vez recordando el
precio de las entradas, apostrofaban al primero con la misma saña con que
aplaudían al segundo. Algunos energúmenos gritaban !Pepa! !Pepa! y las porras
que poco antes habían entregado placas conmemorativas, ahora sacaban las uñas.
LA ULTIMA CARTA
Oscurecía más temprano que de costumbre, y las luces artificiales hicieron
centellear los alamares de una manera teatral. Cáceres, disgustado con todos,
pero tal vez más consigo mismo, salió a jugar la última baza, enfrentándose a
un toro bravo y a un público embravecido, sin las precauciones que había tomado
antes.
Ignorando los insultos y las provocaciones se lanzó de rodillas
haciendo volar el capote y el toro, sobre su cabeza, en una larga cambiada que
silenció la plaza. Con la vehemencia de un maletilla famélico, se forzó y
arriesgó mucho. Por momentos, el rostro congestionado y la respiración jadeante
hacían temer que se derrumbara a merced del toro. La edad, sus antecedentes
cardíacos, y la altura de la ciudad también estaban contra él. No obstante
mantuvo los pies firmes, el cuerpo en estoica quietud y llevó el animal, una y
otra vez, en series de lances y pases apretados, al final de las cuales volvía, salpicado de sangre y desafiante, hacia el público como echándole a la cara su
coraje. El viento despeinaba los mechones canosos del cráneo semicalvo haciendo
más patética la escena. La inminencia de algo trágico cargaba la atmósfera con
un sentimiento ambiguo de culpa y eufórica solidaridad hacia quien desafiaba y
burlaba la muerte despectivamente. Arrollado en una ocasión, los pitones lo
buscaron por el suelo sin prenderlo. Prolongó la faena casi hasta la extenuación,
tomando todos los riesgos y atragantando a los vociferantes con su arrojo.
A la hora de matar, cuando agotados hombre y animal se lanzaron uno
contra otro, cada cual en busca de la última oportunidad, dejó un estocada que
acabó con el toro, su toro, el toro que había criado, lidiado y matado. Los
espectadores, como el coro griego, parte del drama, aclamaban ahora al viejo
que caminaba fatigado hacia la barrera ignorándolos. Los energúmenos de antes gritaban
!torero! !torero! y las porras batían pañuelos.
La presidencia le otorgó las orejas del campopequeño. Los
matadores que asistían a la corrida bajaron, en traje de calle, al ruedo y le
pasearon en hombros. Su rostro oscuro y cruzado de arrugas había empalidecido,
los ojos le brillaban húmedos; estaba realmente sacudido por lo que acababa de
vivir. Un vez más del fracaso había rescatado el triunfo, una vez más, al final
de su carrera, concluido el día de trabajo había sobrevivido.
La corrida terminó, entrada la noche, con bronca para la presidencia
que se negó a premiar la última faena de Jairo Antonio.
Salimos a deriva de la multitud. Titi me llevó al aeropuerto. Alcancé al
último vuelo, y a las diez, a quinientos kilómetros de la plaza, releía en mi
cama: "La fiesta de los toros es una tragedia". Crónica de la primera
corrida presenciada por Hemingway en 1923.
Hoy, diez meses después de tales acontecimientos, enterado
de que en Sogamoso, una espantosa cornada puso a Pépe, otra vez en el umbral de la muerte, me
resulta imposible no evocar lo mucho que su contrastada vida se ha parecido a
la de algunos anacrónicos personajes hemingwayanos.
(Cali, julio de 1987)