jueves, 10 de octubre de 2013

Broche de oro al milenio en Cali


Broche de oro al milenio en Cali
(Publicada por El Tiempo edición nacional)

Jorge Arturo Díaz Reyes


El encierro español de Torrestrella pasó ayer 31 de diciembre de 1999, como un vendaval de bravura por el ruedo de Cañaveralejo. Seis toros seis, negros (algunos berrendos), con edad, 545 kilos de promedio, bien armados y de bella lámina, salieron de toriles como a comerse al mundo, con ímpetu, prontitud, codicia, y nobleza no exenta de fiereza.

 Nobles, no pastueños. Con raza. Todos pelearon bien en varas, todos persiguieron los banderilleros y todos pusieron en aprietos a los toreros, que a pesar del orejerío concedido (10, dos simbólicas), se vieron a gatas para no entrar en el tópico de que los toros buenos descubren a los toreros malos. !Cómo repetían, al galope! !Como planeaban, en el giro para embestir de nuevo! !Como dieron la pelea, siempre en los medios! !Cómo se resistieron a morir, en la boca de riego!

 Todos aplaudidos con furor en el arrastre, a tres se les dio la vuelta, y el último “Aguita” fue indultado quizá cómo un homenaje a todo el encierro. Con su trapío y juego en el primer tercio, enaltecieron la casta vazqueña, con su bravura y fiera nobleza en toda la lidia honraron la casta Vistahermosa. No fueron el sueño del torero pues tenían mucha presencia y genio, pero si fueron el sueño del aficionado y del ganadero. !Qué fiesta pendieron en la plaza, llena y delirante hasta las banderas! !Que bella manera de despedir el año, el siglo y el milenio.

 Cuando dobló el quinto, por el estoconazo de Juan Bautista, eran las seis de la tarde en Cali, y las 12 de la noche en España. Todos los toreros españoles se abrazaron emocionados en el callejón deseándose feliz año. "El Juli", de azul y oro, con toda su familia que le acompaño, y los demás, los que asistieron en traje de calle, como espectadores, se les unieron en el abrazo y en la emoción.

 Cuando Paco Perlaza simuló, con la mano, la muerte del sexto “Agüita” (indultado), había caído la noche, las luces artificiales iluminaban el ruedo, y en los tendidos pletóricos, se abrían botellas de champán, se abrazaba, se besaba y se bailaba, parecía como si todas los dolores de la guerra se hubieran olvidado. !Qué fiesta! La fiesta brava.

 Sí, brava de verdad, ayer en Cañaveralejo, que se había vestido de gala para la histórica ocasión, con guirnaldas y ramos de flores en las barreras. Al terminar, en el cielo ya negro, floreció la pirotecnia. El veterano matador y director de la Escuela Taurina, Enrique Calvo "El Cali", en el callejón, con los ojos encharcados, recibía parabienes por su aventajado alumno, pero también por el toreo, por todo el toreo, por el toro bravo, por la fiesta.

 A hombros por la puerta Señor de Los Cristales, que no se abre sino para los matadores que han cortado dos orejas en un toro, iban los tres mozalbetes, "El Juli", Juan Bautista y Paco Perlaza. Entre los tres suman 54 años, once menos de los que tiene el Faraón de Camas". Con el trío de precoces, iba, también, en guando, iban exultantes los empresarios Eduardo Estela y Mario Posada. !Cuanta felicidad denunciaba su rostro! !Imagínense ustedes! los empresario a hombros, con los toreros triunfadores, por la puerta grande.

 En los 43 años de la plaza, no hubo un encierro más bravo, ni una celebración más significativa. El segundo milenio de la era cristiana ha tenido digno cierre.

 Ficha del festejo: Cañaveralejo, sol y calor. Lleno total. Seis toros españoles de Torrestrella, bien presentados, bravos y nobles, todos alaudidos al 1º, 3 y 4º vuelta al ruedo, 6º "Agüita" indultado. “El Juli”, oreja y dos orejas. Juan Bautista Jalaberth, dos orejas y dos orejas simbólicas.  Paco Perlaza, oreja y dos orejas simbólicas.
Incidencias: Tras la corrida, salieron a  hombros por la Puerta Señor de los Cristales, el mayoral, los tres matadores y los empresarios Eduardo estela y Mario Posada.

 Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali I 1º de 2000

miércoles, 9 de octubre de 2013

El felíz año de los Piedras Negras

EL FELIZ AÑO DE LOS PIEDRAS NEGRAS
(Publicada Peña Taurina Universidad Nacional enero 1972)

 JORGE ARTURO DIAZ REYES


Cañaveralejo, 1º de enero de 1972, sol, calor y lleno. Siete toros mexicanos de Piedras Negras, 7º regalo, en Saltillo, nobles y bravos todos, indultados 1º y 6º, "Postinero" y "Pluma Blanca", vuelta para 3º y 4ª, los otros tres ovacionados. Pepe Cáceres, dos orejas y dos orejas simbólicas. Palomo Linares, oreja, palmas, y dos orejas en el de reglo. Eloy Cavazos,  oreja con fuerte petición de otra y dos orejas simbólicas.  

Lleno total y gran algarabía encabezada por los espectadores de Sol General, algunos, borrachos desde la noche anterior, lanzándose unos a otros el contenido de sus botas, harina, anilina y otras delicadezas. La empresa, a pesar de que la boletería en Cali está vendida siempre, para impedir que los abonados se quedaran en casa, descansando de la celebración del añonuevo, puso cartel de postín.

Los toros: de Piedrasnegras, apodados los "Miuras mejicanos" en alusión a su ancestro y a su prontuario en el que figura entre otros el célebre matador Alberto Balderas. Los toreros: Pepe Cáceres figura de Colombia; Eloy Cavazos, de Méjico, quien por estos años sin salir de su país igualaba la marca, entonces descomunal, del "Cordobés" (120 corridas en el año) y Sebatian "Palomo" Linares, de España, pero "torero de Cali" en la cima de su popularidad.

PEPE CÁCERES, que a pesar de haber construido en este ruedo faenas monumentales, nunca fue bien entendido ni bien querido por un sector gritón e influyente del público caleño; tenía ahora, para colmo, una pelea especial, casada exactamente doce meses antes cuando, frente a estos mismos alternantes y a un encierro mejicano de Llaguno, buscando enmendar su desastrosa presentación, ese 31 de diciembre de 1970, regaló el último toro del año, regalo que no le agradecieron, que le pitaron y al cual terminó malmatando frente a la puerta de toriles, teniendo que cruzar todo el ruedo, con la cabeza baja, de regreso al burladero de matadores, en medio de injurias, cojines y el escarnio más humillante. Soberbio siempre, al llegar a la barrera se quitó las zapatillas y las sacudió contra las tablas en un gesto contestatario: "de esta plaza, ni el polvo de los zapatos".

Como si fuera poco, es misma noche, en el hotel, tuvimos que intervenir algunos amigos para que no se diera golpes con un grupo, que pasado de tragos, como él, lo zahería. Así era, nunca rehuyó la pelea. Bueno, como son las cosas, Pepe salió, no se porqué, vestido de luto y oro. Inerme, aguantó la bronca que se prolongó después del paseillo, hasta que su lanceo, reminiscente y lírico, al primero de los siete cárdenos que se lidiaron esa tarde fue haciendo prevalecer los oles sobre las insultos y los aplausos sobre los berridos.

No brindó. Al público se le había ido pasando el rencor pero al perecer a él no. Sin preámbulos, en el tercio, de frente se cruzó con el toro, erguido, lo citó de una vez por naturales, nada de pases de tanteo, con la espada en la derecha, tras el cuerpo y la izquierda por delante balanceando el estaquillador en la punta de los dedos, estremeció el trapo y el animal se arrancó tras él a galope, y lo siguió, y lo siguió, y lo siguió codicioso pero sin tocarlo. Solo girando sobre su pie derecho clavado a la arena como la punta de un compás, Pepe dio veintiún naturales bajos, cargados, lentos, largos, majestuosos, ligados en tres tandas de siete, sin enmendar el terreno y todas tres rematadas con el forzado de pecho pa'dentro. Después de la primera, casi todo el público, olvidó los agravios, la bronca, el pasado, la con y la sinrazón. La banda de músicos, alebrestada, suspendió el pasodoble y sopló, a todo pulmón, el Bunde Tolimense.

Sol General peló el cobre del nacionalismo y la plaza vibró, tras cada pase, con oles retumbates. Pepe no levantó la mirada, no sonrió, solos el toro y él se trenzaron en una brega en la que uno no paraba de embestir y el otro no paraba de cargar las suertes de su largo repertorio. La faena siguió, in crescendo, más allá del reglamento. El público comenzó a pedir indulto, la cosa continuaba, la petición se generalizó, discusiones en el palco presidencial; ¿perdón o aviso? apremios en el callejón y en el tendido, pañuelos blancos, griterío. El indulto para “Postinero”. Sí. Apoteosis. Las dos orejas simbólicas, la locura del público. Entre clamor y música, él, caminó ceremonioso, frente a la barrera se inclinó, recogió mi sombrero, y siguió con él en la mano, dando la vuelta despacito, en medio de aplausos, flores, prendas, y gritos de torero! torero! Sin alardes, sin concesiones, tan enfurruñado como sus recalcitrantes detractores que rumiaban amargura objetando el triunfo.

Con el cuarto “Soy de seda”, Pepe arrasó a sus malquerientes, crecido, toreó más y más, para sí, soberbio y jaleado mostrando la casta del animal. Repitió su apoteosis del primero y aunque no hubo indulto, con capa y muleta, esculpió una obra de arte, en esa piedra del clasicismo sobre la que había levantado el credo "Cacerista". Remató con estocada perfecta, como pocas veces, que le valió las dos orejas y dos vueltas al ruedo. Pero ni así se contentó con sus malquerientes.

ELOY CAVAZOS, diminuto  con su toreo barroco, alegre y tan mejicano puso la plaza pata arriba, hizo sonar los corridos rancheros, e medio de fuirosa petición de dos orejas recibió solo uno que tiró al suelo y arrancó ruidosa vuelta al ruedo por por el otro lado.
Eufórico, se superó a sí mismo con el quinto "Pluma Banca", bravísimo, motivando su indultó para recibir trofeos simbólicos en medio del delirio, los sones de "Adelita" y el coro Méjico! !Méjico!

PALOMO LINARES, capaz de cualquier cosa por no dejarse ganar, armó un escándalo con su toreo valiente, tremendista, de rodillas, de desplantes, pero con la espada malogró la faena del tercero. El ídolo  de la grey palomista, que tantos feligreses apacenta en Cali, picado, vehemente al ver que en un cartel trinacional, España, representada por él, quedaba en minusvalía se arrimó como un poseso y arriesgó todo en el sexto, para terminar, otra vez, tardando con el estoque y recibir solo una oreja. Con desesperación pide otra oportunidad y permiso para lidiar el sobrero que, fiero, parte plaza y remata contra el burladero arrancándose el pitón derecho por la cepa.

Frustración y rabia. Definitivamente no estaba de suerte Sebastián. En gesto de hombría hace toda la faena a milímetros del indemne pitón izquierdo, el trasteo es impecable pero la estampa del toro, con la cara y el muñón del cuerno ensangrentados, impide que haya emoción diferente a la compasión por el animal. Mata en sitio, y recibe dos orejas del maltrecho.

De los siete cárdenos, Piedras Negras que abrieron el año, tres fueron aplaudidos en el arrastre, dos dieron la vuelta al ruedo y dos se fueron indultados. Como en los viejos carteles: 7 toro bravos 7.
Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali enero 2 1972

La del toro, la de la feria

La del toro, la de la feria
(Publicada por la peña de la Universidad Nacional de Colombia 1964)

JORGE ARTURO DIAZ REYES

Cali, 30 de diciembre de 1963.Quinta de feria. Sol, Lleno. Toros de Las Mercedes, en tipo Santacoloma, encastados y nobles. Manolo Zúñiga, oreja. Diego Puerta,  palmas. Paco camino, dos orejas y rabo. El Viti, dos orejas y rabo.  El Cordobés, oreja. El Caracol, dos orejas y rabo. 

Ocho orejas, tres rabos y todos los toros ovacionados. No venía bien la feria pese al esperado debut del Cordobés,ayer, y los lujosos carteles, excepto claro, por los "Fuentelapeña" que el día de inocentes habían dado gran juego, y ya cerca del fin nadie esperaba que rompiera esta tarde con "la corrida del toro" un invento, aseguran, de don Domingo Dominguín, según el cual los matadores, en favor del empresario, no cobran. "Como no cobran no arriesgan, y como no arriesgan sale mala" decían muchos abonados que acostumbraban regalar esta boleta a los allegados que no asistían a las otras y con esta única entrada podían ver casi todos los toreros. Pero lo que son las cosas...

MANOLO ZUÑIGA el curtido torero caleño, enfrentó al primero, que se lo quería comer vivo, con una brega decimonónica finiquitada por un estocadón de macho que le valió una oreja; los esteticitas, inconsolables, hacían pucheros.
 
El sevillano DIEGO PUERTA, "Don Valor" como lo apodan, superado por el segundo, no justificó su mote, pasó en blanco. Parecía el anticipo del desgano con que las demás figuras españolas sobreaguarían el compromiso. Hasta aquí, la corrida no pintaba bien.
 
EL VITI, solo corazón arriba, con su rostro inexpresivo y su tauromaquia  manoletista le impone al bravo tercero un faena sobria, seca, casi lúgubre, en la cual no sobra ni falta nada, como si dictara un curso de postgrado para taurinos doctos, lo único que derrocha es ortodoxia y majestad, hasta los iconoclastas de Sol General, temerosos de hacer bulla, contemplamos reverentes, al rey del volapie, matar recibiendo. Las dos orejas y el rabo.
 
Yo no sé si PACO CAMINO tuvo la suerte de toparse a "Sangre Azul" o fué al revés, pero lo que si sabemos, los que estuvimos esta tarde en Cañaveralejo, es que la conjunción de los dos produjo uno de esos momentos mágicos del toreo. La casta y nobleza del toro se volvieron poesía en el capote del Niño Sabio y dejaron regusto de uvas en el temple de su muleta. La estocada, caminera. Las dos orejas y el rabo fueron el premio justo para esa faena que conmovedora.

EL CORDOBES, desparpajado, con esa sensación que transmite, de que puede con todo pero nada le importa y menos que nada la muerte, repetidamente cita al quinto de largo y se complace en esperarlo impávido. Una y otra vez lo recibe, así, al galope, sin moverse, indiferente, sembrado, pero mandando con su muñeca poderosa. Cuando se aburre de asustar se pone a hacer reir, saltos, boxeo, escandalo. Todos, al contrario que con El Viti, perdimos los estribos y secundamos sus locuras. No mata como mataba, por eso y porque los presidentes son conservadores, solo recibe una oreja.
 
EL CARACOL, gitano de alegre valor se metió al público en el bolsillo; cuando ya no se podía pedir más, cuando la plaza era una fiesta, frente al bravío sexto, desata el delirio. Con la capa desenterró al "Gallo" y con la muleta a "Joselito" pero los desplantes fueron de Arruza, en todo el centro, ví, por primera y seguro, por última vez, "El teléfono" (nombre feo) ejecutado sin chabacanería. Estoconazo. Dos orejas y rabo.

Ganadero y toreros a hombros para el recuerdo en una de las tardes más apoteósicas de las siete ferias que lleva ya la joven Cañaveralejo.

Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali, 31 XII 1963

Noche de luces en Cañaveralejo

NOCHE DE LUCES EN CAÑAVERALEJO
(Publicado por la revista Al Ruedo)

JORGE ARTURO DÍAZ REYES

Veintinueve de diciembre, noche tibia y sin viento. A cambio de sol, media luna en lo alto de un tachonado cielo azul turquí. En el aire, los golpes del pasodoble "Monumental de Cali". En el ruedo luminoso, tras una linda y joven amazona, tres espadas: un sobreviviente de larga carrera, un maestro en la cima de la torería y, sin montera,  una incógnita, un debutante de abolengo; vestidos corinto, blanco y rosa, todos en oro que centellea bajo los reflectores. En el tendido, mucho público nuevo, feriador y entusiasta. En los toriles, impacientes, seis bravos con divisa azul-dorada. ¿Para qué más?

Esta corrida, que resultó exclusiva, quedará para siempre en el recuerdo de los privilegiados asistentes, quienes, como en los tiempos viejos, fueron los únicos testigos de lo que allí sucedió, pues no hubo transmisión de radio ni de televisión.

Partió plaza Violetero, negro, hermoso, bravío, aplaudido en el arrastre de sus 492 kilos, aunque indescifrado por la brega cautelosa de Ortega Cano quien desde su reaparición, el día anterior, parecía no poder olvidar la cornada atroz con que, un año antes, se había despedido de Colombia y casi de la vida. 

El segundo, Navideño, colorado, musculoso, el mas corpulento y de mayor trapío en el encierro, lanzó sus 512 kilos tras el adelantado capote de César Rincón, quien, a la verónica, cruzado y cargando mucho la suerte, se lo llevó de tablas a medios, como advirtiendo que lo que pasaría de allí en adelante sería importante. Y lo fue. Dura pelea con el caballo, banderillas arriba y faena faena para toro toro, de esas que hicieron gritar a Madrid, como para diferenciarlo del resto: ¡Rincón el torero de la verdad! Cali, que lo descubrió primero, lo reconfirma una vez más. Estocada, dos orejas, aplausos al toro. La fiesta comenzaba.

Vicente Barrera, nieto de Vicente Barrera, recibe los 500 kilos de Festivo a pies juntos pero firmes, quietud vertical sorprendente, no abre el compás pero tampoco enmienda, no carga la suerte pero tampoco cede. La plaza ruge. No sobra un movimiento ni un gesto, donde se siembra ejecuta y finaliza tandas por una y otra mano. Valor seco, inmóvil, pétreo, en los desplantes deja, impávido, que las puntas le raspen los bordados. Estocada, dos orejas, Cañaveralejo acoge al nuevo. Arrastre lento al toro. La fiesta remonta.

El cuarto, Amoroso, no merecía otro nombre. Negro, 484 Kilos de brava nobleza, fijo, codicioso, alegre, galopa franco y sin desmayo tras capotes, caballos, banderilleros, muleta, todo cuanto lo desafíe. Ortega, cuando ya nadie creía, como tantas veces, vuelve del fracaso al triunfo. Con ese ritmo y ese temple tan suyos, borda una filigrana de pases injustamente desapegados, pero plenos del esteticismo retórico que tiene el toreo de salón. La plaza, que lo quiso tanto y del anonimato lo proyectó a la fama, se le vuelve a entregar. Y, al gran toro, el indulto.

No hay quinto malo, se dice desde "Guerrita", y esta noche mucho menos. Saltan los negros 474 Kilos de Centella, astifino, cornidelantero, Rincón, despatarrado, le cita de frente, echa la pierna al pitón contrario, la capa por delante, lo embarca, lo descarrila, torea ceñido, torea p'dentro, es verdad, es la única verdad, y también liga tandas inmóvil, a pies juntos, como enseñando que este toreo efectista y bonito, tampoco le guarda secretos. Serio, hace parar la música, quiere oficiar en silencio, con la izquierda. La muleta y el morro barren la arena, toro, torero y público entregados. Solo se oyen los oles como un rezo. Iguala y a pecho descubierto deja, en la cruz, la espada hasta los gavilanes. Dos orejas, arrastre lento. Apoteosis.

Cierra el debutante, que ya no es incógnita, sale a por todas y se planta estatuario frente a los 460 kilos del castaño Oficial, el de menos peso, pero, como sus hermanos, bien armado. Más quietud, más sobriedad, más aguantar, más templar, más mandar, más ligar, más no cargar, más verticalidad, mas seriedad, más ir y venir del toro, más música, más bota, más oles, más delirio. 

Solo una inexplicable indecisión con el estoque le impide desorejar también al último de los guachiconos que esta inolvidable noche le dieron brillo a su hierro, a la noce y a la feria. Ovaciones para toro y torero, quien, con sus alternantes y el ganadero, todos a hombros, circundan el ruedo entre el clamor de la multitud y lo abandonan por la puerta del Señor de los Cristales.

Horas después, ya de madrugada, como en aquellas históricas tardes de los "ernestos" el 30 de diciembre de 1963 o de los "Piedrasnegras" el 1º de enero del 72, en los alrededores de la plaza, los borrachitos felices seguían toreando carros. Y los que no asistieron preguntando ansiosos: ¿pero que fue lo que pasó?


Jorge Arturo Díaz Reyes, Cali, 29/XII/95 

martes, 8 de octubre de 2013

33 años entre la fiesta y la tragedia

33 AÑOS ENTRE LA FIESTA Y LA TRAGEDIA
(Artículo publicado el día del funeral de Pepe Cáceres por El Espectador de Bogotá)


JORGE ARTURO DÍAZ REYES



Cuando bajé del avión mis temores sobre el clima se disiparon. La tarde, nublada pero sin lluvia ni frío, incluso, dejaba ver el sol a ratos.

Faltando una hora para el comienzo de la corrida llegamos a los alrededores de la plaza y volví a caer en cuenta de que la modernización urbanística no ha podido desterrar la sordidez que siempre tuvo la frontera entre el centro y los míseros barrios orientales. Esa sordidez que sedujo al difunto Gonzaloarango quien, por allá por los años 60, anidó en ella con gran complacencia, porque, según él mismo, desde su ventana de piso alto podía ver como se mataban día y noche los ladrones del proletariado con los ladrones de la burguesía.

Por las calles empinadas y atestadas de fritangas, vendedores, revendedores y público ataviado estrafalariamente, no es posible caminar con libertad. Olor a humo, a morcillas, a maíz asado, a manzanilla barata; gran algarabía, colas en las taquillas y despliegue militar.

La plaza de toros y la iglesita de San Diego, perdidas entre avenidas y edificios, parecen tan fuera de sitio y anacrónicas como dos viejas provincianas recién desembarcadas en la enorme ciudad.

Titi había comprado las boletas tres días antes. Con lentitud pero sin problemas logramos acomodarnos en la barrera de sol. La basura que se veía en los tendidos y en el ruedo demostraba que habían sido arreglados a las carreras. Nuestros puestos quedaron entre dos porras, integradas por hombres y mujeres uniformados, casi todos mayores de cuarenta, que se trataban con la camaradería de los viejos amigos, intercambiando tragos de sus botas y dispensando al desuniformado vecindario toda la displicencia que pueden merecer los legos de los eruditos. Sus opiniones cruzadas en voz alta y a distancia no debían dejar duda sobre los mucho que se diferenciaban del vulgo, por su conocimiento, gusto exigente y ortodoxia.

Mientras la banda, de pocos músicos, tosía pasodobles, el graderío se fue poblando, y a las 3:30, como forzada por la silbatina, se abrió la puerta de cuadrillas.

TARDE CON PEPE
Pepe Cáceres, el viejo torero colombiano, salió a la arena vestido de rosa y plata. Esa tarde conmemoraba su alternativa, otorgada 30 años atrás en la Real Maestranza de Sevilla por Antonio Bienvenida, quien, así, lo emparentó con una dinastía legendaria; una sucesión de ceremonias que se remonta más de doscientos años, en la cual figuran entre otros: Pedro Romero, Cúchares  y Frascuelo. Tenía el ceño adusto. Lo saludaron algunos aplausos que respondió con un leve movimiento de la mano libre. Después apareció su joven alternante, Jairo Antonio, también con recamados de plata. Tras ellos, el rejoneador y las cuadrillas.

Al llegar el cortejo frente al palco de la presidencia, ésta, ordenó un minuto de silencio en homenaje a Raúl Echavarría Barrientos, aficionado y periodista, muerto por sicarios 4 días antes en Cali. Finalizado el toque fúnebre del clarín alguien gritó desde las filas altas de sol: !Viva la paz, no más asesinatos! La banda contraatacó, y el público hizo coro.

El primer toro, pequeño y despuntado, que embestía con desgano pacifista, fue para el rejoneador. Un hombre cabezón de piernas cortas, casado con una reina de belleza. Las cosas que hizo las hizo con acierto sobre hermosos caballos. El toro rodó al primer rejón de muerte y el presidente, acolitado por el público, premió con una oreja la exhibición del jinete.

El segundo, cárdeno, corpulento, hizo una salida de bravo, astillando las tablas de los burladeros. Cáceres estuvo desconfiado, dando un paso atrás en cada lance, y aunque intento sus  vistosas “cacerinas”, estas le salieron embarulladas. Su faena con la muleta fue igualmente angustiosa. Se tiró a matar en dos ocasiones; en la primera colocó un pinchazo hondo y en la segunda una estocada completa que fue suficiente. El público de la Santa Maria, casi siempre hostil a él, en esta ocasión tal vez considerando que la corrida era en su honor o que además oficiaba como ganadero, y el toro había sido bravo, acompañó su regreso al callejón con aplausos, pero Pepe caminó mirando la arena.

OTRO EN EL RUEDO
Jairo Antonio, de quien no puedo olvidar su debut en Cañaveralejo, una tarde de aguacero, cuando toreó tan bien que fue contratado para temporadas siguientes, a pesar de no haber podido matar ninguno de sus toros, los cuales fueron sacados vivos del ruedo en medio de una batahola infamante; un torero abúlico, de pocas corridas al año, que deja diluir en la monotonía, el recuerdo de sus esporádicos éxitos; recibió al tercero, negro, de 548 kilos, que también hizo salida fiera, con tandas de verónicas, bajando las manos, avanzando tras cada una de ellas y rematando con una revolera. Llevó el toro a las varas dándole suaves chicuelinas que contrastaron con el aparatoso derribo de caballos y picadores.

Después de un tercio de banderillas tedioso, cuando el público perdía concentración, brindó la muerte del animal a Cáceres y se dirigió al centro del ruedo enrollando completamente con la mano izquierda la tela de la muleta en el palillo, mientras caminaba. En la derecha llevaba la espada desnuda. Llegó al punto central de la plaza y se colocó mirando al toro que se hallaba pegado a la barrera. Solos en el ruedo quedaron separados por veinte metros de arena, en silencio.

De pronto, el hombre manteniendo los pies juntos, abrió los brazos en cruz, echó el tronco hacia atrás y gritó !Jee toro! citando a cuerpo limpio. El animal estremeció la cabeza sorprendido, y aceptó el desafío disparándose con furia hacia el blanco que se le ofrecía; ya sobre él, inclinó la cabeza para dar la cornada. El torero que lo esperaba inmóvil, dejo caer la mano izquierda, desplegó el trapo rojo y cambió la trayectoria del toro con un pase natural. La ovación retumbó.

VIGENCIA DEL TOREO

Afectado por la escena recordé, mientras los porristas aplaudían de pie, la descripción de una suerte similar, ejecutada con frecuencia por el torero retirado Miguel Baez "Litri", que la afición llamaba "El litrazo" y al cual no concedían gran mérito los ortodoxos pues lo consideraban recurso tremendista, emparentado con el truco bufo de Don Tancredo.

La ubicación que tenía respecto a toro y torero me permitió ver de qué manera el recorrido del animal, rectilíneo como el de un proyectil hacia el cuerpo del hombre, cambió en el último instante al abrirse la muleta siguiéndola con una suave curva que hurtó la colisión. La quietud impávida del cuerpo, alterada solo por el movimiento lento del brazo, la expresión ausente del rostro, la violencia dominada del toro, la facilidad aparente de la ejecución, lo inesperado, el pasado del torero y el rugido espontáneo de la multitud, me hacen pensar, ahora lejos del entusiasmo, que en gestos como éste concurren gran número de circunstancias, las cuales los aficionados no discriminan, pero intuyen, respondiendo de un modo automático: la ovación; cópula entre la creación estética y la fruición colectiva, clave quizá de la secular vigencia del toreo.

Un significado que si bien no ha sido desentrañado por los tratadistas, sí los ha sido por los artistas que han creado con él todo un mundo de poesía, música, danza, pintura, escultura, teatro, fotografía, cine, literatura.

Esa dificultad de los intelectuales y esa facilidad de los artistas, para profundizar en el toreo, quizás tengan relación con el comportamiento de toreros y aficionados en la plaza quienes lo hacen y lo disfrutan sin pretender explicárselo. Quizá se debe a que la creación y la fruición estéticas calan más allá del entendimiento. Quizá puedan disculparse con la insinuación de Renoir: "Si una pintura necesitase explicación dejaría de ser una pintura". Quizá ilustren por qué el arte se puede censurar pero no refutar.

SITUACION PARADÓJICA

El toro no cesó de acometer, y Jairo Antonio lidió, estoqueó, y dio dos vueltas triunfales al ruedo, en medio del regocijo, sin perder el aplomo inicial.

Cáceres, de nuevo estuvo mal en su siguiente turno y muchos del público chillaron haciéndole saber que su tolerancia había terminado y que ni la conmemoración, ni las ventitantas cornadas, cosidas en su piel, ni toda la sangre que había regado en los ruedos del mundo lo ponían a salvo de su compromiso con ellos esa tarde. Jairo Antonio, con una faena mas arrojada que otra cosa, aplacó los tendidos recibiendo más trofeos.

A esas alturas de la corrida, faltando sólo un toro para cada uno, la situación era paradójica. El cabeza de cartel, que ese día celebraba 33 años como torero y 30 como matador de toros, había tenido una actuación deslucida y llena de indecisiones, mientras su complemento era quien había justificado la presencia de los espectadores. Estos, por su lado, habiendo trasladado a los estómagos ya casi todo el contenido de las botas, y tal vez recordando el precio de las entradas, apostrofaban al primero con la misma saña con que aplaudían al segundo. Algunos energúmenos gritaban !Pepa! !Pepa! y las porras que poco antes habían entregado placas conmemorativas, ahora sacaban las uñas.

LA ULTIMA CARTA
Oscurecía más temprano que de costumbre, y las luces artificiales hicieron centellear los alamares de una manera teatral. Cáceres, disgustado con todos, pero tal vez más consigo mismo, salió a jugar la última baza, enfrentándose a un toro bravo y a un público embravecido, sin las precauciones que había tomado antes.

Ignorando los insultos y las provocaciones se lanzó de rodillas haciendo volar el capote y el toro, sobre su cabeza, en una larga cambiada que silenció la plaza. Con la vehemencia de un maletilla famélico, se forzó y arriesgó mucho. Por momentos, el rostro congestionado y la respiración jadeante hacían temer que se derrumbara a merced del toro. La edad, sus antecedentes cardíacos, y la altura de la ciudad también estaban contra él. No obstante mantuvo los pies firmes, el cuerpo en estoica quietud y llevó el animal, una y otra vez, en series de lances y pases apretados, al final de las cuales volvía, salpicado de sangre y desafiante, hacia el público como echándole a la cara su coraje. El viento despeinaba los mechones canosos del cráneo semicalvo haciendo más patética la escena. La inminencia de algo trágico cargaba la atmósfera con un sentimiento ambiguo de culpa y eufórica solidaridad hacia quien desafiaba y burlaba la muerte despectivamente. Arrollado en una ocasión, los pitones lo buscaron por el suelo sin prenderlo. Prolongó la faena casi hasta la extenuación, tomando todos los riesgos y atragantando a los vociferantes con su arrojo.

A la hora de matar, cuando agotados hombre y animal se lanzaron uno contra otro, cada cual en busca de la última oportunidad, dejó un estocada que acabó con el toro, su toro, el toro que había criado, lidiado y matado. Los espectadores, como el coro griego, parte del drama, aclamaban ahora al viejo que caminaba fatigado hacia la barrera ignorándolos. Los energúmenos de antes gritaban !torero! !torero! y las porras batían pañuelos.

La presidencia le otorgó las orejas del campopequeño. Los matadores que asistían a la corrida bajaron, en traje de calle, al ruedo y le pasearon en hombros. Su rostro oscuro y cruzado de arrugas había empalidecido, los ojos le brillaban húmedos; estaba realmente sacudido por lo que acababa de vivir. Un vez más del fracaso había rescatado el triunfo, una vez más, al final de su carrera, concluido el día de trabajo había sobrevivido.

La corrida terminó, entrada la noche, con bronca para la presidencia que se negó a premiar la última faena de Jairo Antonio.

Salimos a deriva de la multitud. Titi me llevó al aeropuerto. Alcancé al último vuelo, y a las diez, a quinientos kilómetros de la plaza, releía en mi cama: "La fiesta de los toros es una tragedia". Crónica de la primera corrida presenciada por Hemingway en 1923.

Hoy, diez meses después de tales acontecimientos, enterado de que en Sogamoso, una espantosa cornada puso a  Pépe, otra vez en el umbral de la muerte, me resulta imposible no evocar lo mucho que su contrastada vida se ha parecido a la de algunos anacrónicos personajes hemingwayanos.


(Cali, julio de 1987)